Un gramo y medio de risperidona, cincuenta miligramos de alprazolam y veinte miligramos de paroxetina. Manuel J. Ribadesella miraba con desprecio su desayuno de cada mañana, mientras sostenía un vaso de agua que le ayudaría a tragar su ansiedad y ataques de pánico por unas horas, en su temblorosa mano izquierda.
Este año era el encargado de leer el cuento de navidad en la escuela primaria donde llevaba casi diez años enseñando a niños y niñas pequeñas sobre otros hombres y mujeres que habían hecho historia a través de las palabras. Lo del cuento le parecía una actividad absurda, ¿cómo iba él a ser capaz de escribir algo creíble sobre duendes, milagros navideños y noches mágicas, si no era capaz de sostener un vaso sin temblar?
El peso de su propia historia familiar ya era demasiado insoportable de llevar. Su padre había sido el afamado doctor en Literatura Liberto J. Ribadesella, un prolífico autor de ensayos y artículos académicos, principalmente. Uno de esos enseñantes que siguen recordándose en los departamentos, y se mencionan en las aulas por la calidad de sus aportaciones.
Manuel vivía solo, y se consideraba, o más bien había asumido, que era un escritor silente. Solo había triunfado en sus ensoñaciones y pensamientos, y su carrera literaria no pasaba más allá de las puertas de la consulta de su terapeuta.
Nunca se habría atrevido a hacer el intento de llegar a ser la mitad de prolífico que su sombra. Perdón, su padre.
Manuel se pasaba la vida escribiendo fragmentos sueltos de su novela soñada en servilletas que, luego, tiraba a la basura. La voz de su escritor interior sólo podía escucharla él, y había intentado por todos los medios acallarla o silenciarla. Sin embargo, ahí seguía la puñetera voz, acompañándolo a todas partes. Esperando a que Manuel se decidiera a escribir alguna pieza de las que le sugería continuamente.
Hoy era veintiuno de diciembre, y su cuento tendría que estar preparado en dos días. Aún así, Manuel miraba la hoja en blanco como si estuviera leyendo una sentencia de muerte escrita con una tinta que sólo él era capaz de distinguir. La tinta del alma. La tinta de los miedos profundos.
Al final, de todas maneras, por muchas vueltas que diera, tenía que hacerlo. Así que, ¿por qué no decorar la casa para encontrar un poco de inspiración? A ver, decorarla entera como tal, era un esfuerzo que no iba a hacer, pero colocar un árbol de navidad, no sonaba tan titánico.
¿Por qué no?
Manuel no recordaba la última vez que había subido a su trastero a buscar algo, así que no sabía con certeza si encontraría algo útil para encender la llama de su imaginación. Un árbol se encontraría seguro, al final del trastero. Pero, ¿adornos?, sería cuestión de suerte.
La llave tardó en girar en la cerradura, como si se despertara de un largo sueño. Al abrir lo encontró todo lleno de libros, sobre todo. Pero, efectivamente, al fondo del trastero, encontró una caja vieja con un árbol sobresaliendo por encima, junto a otras tres cajas más que asumió que eran sus adornos.
Tuvo que hacer dos viajes para dejarlo todo. Cuando hubo acabado, y lo vio todo en el salón de su casa, sintió el agobio que solía sentir al tomar pequeñas decisiones: ¿qué caja abrir primero? «Bueno, Manuel», se dijo, «la primera a la vista».
Esta primera era la caja de los adornos. De todos los colores y formas. El árbol estaba cubierto. Podía decorarlo en cualquier momento.
Pero si esa era la caja de los adornos, ¿qué había en las demás?
La curiosidad fue mayor que las ganas de montar el árbol, y decidió curiosear primero.
Lo primero que confirmó fue que eran cajas de su primera mudanza. Cajas que había dejado sin abrir. Lo segundo que confirmó fue, aún, más interesante. No eran cajas con adornos sin más, eran mucho más.
En la primera caja que abrió, había juguetes de su infancia, los libros de los estantes de su antigua habitación, algunas maquetas descoloridas de cuando flipaba con el modelismo, y fotos. También, había postales que guardó de los viajes de su padre.
Al ver todo eso, no pudo evitar sentir una gran nostalgia. No sólo por el tiempo que ya había pasado, sino por recordar sus ilusiones de antaño. La liberación total de su esencia, el no vivir bajo las convenciones sociales que lo habían convertido en un hombre gris durante toda su adultez. Recordó los sueños y las aspiraciones que había dejado atrás por escuchar más lo de fuera que lo de dentro. Tanto, que en ese momento tuvo que reconocer que, con el paso del tiempo, había matado a su propia intuición.
Pero como suele pasar en todos los relatos, lo mejor llegó al final y, en el caso de Manuel, sucedió al abrir su tercera caja. Ahí encontró todo un mundo inesperado que sus padres habían guardado, quizá, para un momento como este.
En esta caja estaban todas las cartas que había escrito para los Reyes Magos durante toda su infancia; y todos los cuadernos que había utilizado para escribir historias cuando era pequeño.
Cada carta estaba cuidadosamente fechada: “Manuel, Navidad ‘84, X años”. La sensación al tocar sus propias palabras cuando su esencia estaba inalterada, fue indescriptible.
Por un momento, pensó que no tendría que desayunar más pastillas para convertirse en persona cada mañana.
Cada carta en sí misma, era única y especial, y en su mente empezaron a formarse recuerdos exactos de cada uno de los momentos en que se había sentado a escribir una. Hacía tiempo que no se sentía tan vivo, tan Manuel.
Sin embargo, dejaríamos corta esta historia si pasáramos por alto el momento que cambió la vida de Manuel. El detalle que define el porqué de esta historia. En todas las cartas vio que siempre pedía lo mismo, año tras año: un cuaderno de notas donde escribir sus historias.
Manuel se dio cuenta de que fue escritor hasta que dejó de creer en él. Que su carrera fue prolífica y, prueba de ello, eran todos los cuadernos llenos hasta la última de sus páginas.
Ese niño era él mismo, con una imaginación fértil e indómita.
¿Cómo no iba a ser capaz, ahora, de escribir sobre duendes, milagros navideños y noches mágicas, después de este descubrimiento?
Aquella noche escribió sin parar, sin miedo, con el pulso libre y la mente enfocada. Su niño interior había venido a dejarle un mensaje claro a su recién nacido estado de conciencia.
Desde ese momento, Manuel no tuvo que desayunar tantas pastillas, y recordó siempre cuánto tenía que creer en él, y en el poder de lo que un día fuímos.
Ni que decir queda que la lectura de su relato en la escuela primaria fue un éxito rotundo.